- EDITORES DE SUEÑOS -

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Siempre hay una lectura que te marca y deja una huella indeleble en tu ser. En mi caso fue Caminata al Sol del escritor Geoffrey A. Landis. Yo era muy joven y resultó fascinante aquella historia de una náufrago espacial que tenía que sobrevivir, después de un alunizaje de emergencia, caminando incansablemente en busca de la luz del Sol que dotaba de energía su sistema de soporte vital.

Tantos momentos he imaginado la vasta desolación de la Luna, la dramática huida de la cara oscura..., que significaba morir en la más absoluta negritud. Es bien cierto que la materia de los sueños es escasa, pero, a veces, se deposita en los libros y puede impregnar a más gente. Es como una cadena, infinita si se le da la oportunidad.

Eso pensábamos mi socio, Román Ramos, y yo cuando decidimos aperturar una modesta editorial. Mi nombre es Gerardo Martín y nuestro negocio se llama "La Carabela, servicios editoriales".


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-¿Han llegado las devoluciones? -pregunto.

-Mejor no quieras saber -contesta Román cabizbajo.

-¿Tan malas han sido las ventas?

-Estábamos locos cuando decidimos abrir la sociedad. No sé si habrá oficio menos rentable que editar. El libro es un producto extraño, mira que el precio de venta se obtiene, generalmente, multiplicando por cinco el precio de coste. Hay pocos negocios que trabajen con un margen aparentemente tan elevado. Pero si empiezas a restar: la comisión del librero, también el coste del distribuidor, las devoluciones, derechos de autor, diseño de las cubiertas, costes de traducción o de corrección... qué queda al final. No queda casi nada. Pero lo que me indigna más son las mermas, aquellos libros que retornan los libreros en mal estado y que ya no podrás vender.


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Veo a Román mucho más apagado de lo habitual. La verdad es que la pequeña nave industrial sede de "La Carabela, servicios editoriales" languidece. Las cajas provenientes de devoluciones se amontonan apilonadas aquí y allá, según la zona geográfica donde se han intentado vender.

Queríamos ser fabricantes de sueños. Ayudar a aquellos escritores que nos remitieran originales interesantes y sembrar de aventuras y prodigios las mentes de los jóvenes con nuestros libros.

Sueños o fantasías son las palabras más comunes con las que se denomina el sentido de la maravilla, esa curiosa facultad de adentrarse en una historia y desligarse de la realidad. Dicen que ese sentido maravilloso sólo se desarrolla en la tierna infancia y se ha fijado la edad de doce años como límite para haberlo desarrollado. Consiste en agregar una mayor capacidad de imaginar al repertorio de respuestas del cerebro. Pero Román y yo preferimos el término soñar, tiene más encanto.


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-La distribución. Hemos de decantarnos a ser distribuidores. Hay menos riesgo. El coste de las publicaciones no lo has soportar -afirma mi socio.

-Es verdad. Cierto es que resulta más mercantil -reconozco con amargura.

-Las cifras cantan, Gerardo. Si suprimimos el coste y dedicación actual a la edición y nos centramos exclusivamente en comercializar, tendremos una cuenta de resultados más desahogada, no habría estrecheces económicas.


Miro los pilones de libros. Me llaman la atención con su digna quietud. Si acepto la propuesta de mi socio, vendrán otros libros a sustituir a éstos. Serán iguales o incluso más dignos que los actuales, pero no los podremos sentir como nuestros. No habremos hecho nada para crearlos. No habremos dejado nuestra pequeña impronta en ellos. Sería como sumarse a un carro que ya está en movimiento, pero no serás tú quien le dé el empujón inicial. Dejaríamos de ser fabricantes de sueños, para ser algo indefinido. Román no es consciente, pero perderíamos nuestra esencia, aquello por lo que escogimos esta profesión. Así que me decido a jugar una última carta desesperada.

-Tienes razón -y añado, haciendo acopio de mis pocos conocimientos en la jerga marinera-, el enemigo posee el doble de cañones y de hombres. Lo mejor es arriar las velas y dejar que otros surquen los mares.


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Como dije al principio, siempre hay una lectura que te marca y deja una huella indeleble en tu ser. En el caso de mi socio, Román, fue La carabela española de Emilio Salgari. Él nunca ha hecho mención de ello, pero yo siempre lo he sospechado. Y hasta he recreado mentalmente como debió de ser aquella lectura. Seguramente un ejemplar desvencijado heredado de algún hermano mayor. Me acabó dando la razón el nombre que sugirió para nuestro negocio y que yo acepté: "La Carabela, servicios editoriales".

Acusa el golpe. Durante todo el rato ha hablado de cancelar la línea editorial, pero hasta este preciso momento no había sido consciente de la renuncia que supondrá. Somos modestos, disponemos de recursos limitados; pero a nosotros acuden los creativos en busca de ayuda. Seguramente si dejamos de editar, si cerramos esa línea deficitaria de negocio, estos escritores se dirigirán a otras puertas. Una fábrica de sueños menos que habrá en el mundo. Y las cuestiones son: ¿Cuántas más quedarán?¿A qué velocidad se estarán extinguiendo?

-¿En cuántos lugares se habrá dado una conversación como ésta? -me pregunta condolido.

-Si te refieres a la elección entre materialismo e idealismo, es tan vieja como el mundo.


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El resto de la mañana no mediamos palabra. El conflicto que se ha desatado en el interior de mi socio se refleja en su semblante. Sólo espero que llegue a la conclusión de que existe una forma de salvar nuestra colección de libros.

Siempre hay una solución que armonice los intereses de todas las partes implicadas, si se sabe buscar. Quizás recurrir al mercado de saldos para obtener liquidez.

Muchos editores han efectuado un ligero cambio en el formato de una colección para excusar la salida a saldo de los títulos que ya no creen que puedan venderse a precio normal. Y con esa inyección de dinero solventan el problema a medio plazo.

Quizás coediciones en las que los costes de impresión se repercuten entre dos o más partes implicadas. En seguida reconozco lo precipitado de la idea. Mejor no pensar en esta opción, "La carabela" se ha ganado un buen nombre y goza de prestigio. Según como se planteasen las coediciones, el mercado podría recibir la impresión de que nos habíamos convertido en una editorial de vanidad y que se aceptaban los originales pensando más en criterios económicos que literarios.

Quizás un fondo editorial distribuible que añadir a nuestro catálogo. En fin, no sé cómo; pero seguro que hay una alternativa. Sólo ruego que mi socio la encuentre.


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-¿Sabes lo que me enerva de este pequeño drama? -dice Román.

-No -respondo expectante.

-Que el escritor no acostumbra a ser consciente. Muchas veces da por sentado que si le editas es porque obtienes un considerable lucro económico. Pero eso pasa pocas veces y ninguna si apuestas por autores desconocidos, como hacemos nosotros.

No tengo palabras. Qué le voy a decir a mi socio-amigo que él ya no conozca. Los editores vocacionales ya sabemos cuán profundos son los mares en los que nos aventuramos.

-Si estás conforme, podemos posponer un año la decisión definitiva sobre el futuro de la colección. De momento no hay pérdidas, sólo un beneficio muy reducido que apenas nos da para mantener a nuestras familias y que no justifica tanta dedicación.

Asiento con la cabeza porque un nudo en la garganta me impide hablar.

-Pues nada. Inicia los trámites para no perder la periodicidad habitual: concertar una entrevista con el siguiente autor que teníamos seleccionado, petición de ISBN y del depósito legal, elección de portada... que mientras tanto yo miraré de dónde podemos sacar algo de dinero.

Busco el siguiente manuscrito que verá la luz. El nombre del autor no me dice nada, natural, es desconocido. Prometedor, pero anónimo para el mercado al que intentaremos arañarle unas ridículas ventas. Marco su número de teléfono. Al tercer tono descuelgan. Siempre es agradable dar una buena noticia.


Claudio Landete Anaya
Mataró, España (año 2004)

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