- EL PRECIO -



Horace Weaver nunca comprendió en su totalidad cómo había adquirido el poder, sólo estableció una ligera relación de causa-efecto con los experimentos médicos a los que se sometió durante la Gran Depresión, allá por los años noventa. Tiempos difíciles, entonces malvivía vendiendo su sangre -de milagro no contaminada por la pésima calidad de vida que mantenía-, para incrementar las escasas reservas de plasma sanitario. Fue precisamente en el mismo centro de extracción donde leyó aquel anuncio:

"Se requieren voluntarios médicos para estudio hormonal. Bien remunerado".


Horace pertenecía a la gran masa de parados; al no ser un trabajador especializado, era aprendiz de todo aunque maestro en nada. Así que no hizo preguntas ante la interminable sucesión de inyecciones, sueros y comprimidos con los que fue masacrado durante más de un mes. Al menos comía a diario, si no le mataban antes.

Era una época lamentable, en las puertas del siglo XXI y el medio de subsistencia de un porcentaje muy elevado de población era comerciar con el cuerpo. Pero no nos desviemos de la cuestión: ¿en qué medida se alteró su organismo? Los análisis indicaron que aquella batería de pruebas y exámenes no afectaron significativamente su metabolismo. Y de hecho así constaba en el certificado médico que se le expidió, juntamente con un cheque en agradecimiento a su colaboración altruista hacia la comunidad científica.

Con la subsistencia garantizada por algunas semanas, gozando de una precaria estabilidad económica... llegaron las voces. Primero: susurros, después: una avalancha de gritos desgarradores, interminables; a todas horas. Le impedían el descanso y le llevaron al borde del abismo. Se creyó loco.

Uno no se convierte en telépata todos los días. Y desde aquel momento era el receptor de billones de pensamientos y deseos ocultos. Al final aprendió a controlarlo e incluso beneficiarse.

Que a Horace no le favoreciera la suerte anteriormente, no quiere decir que no fuera mínimamente inteligente. Los pensamientos no dejan de ser información y, consecuentemente: poder. Si invadía involuntariamente la intimidad de sus congéneres no era culpa suya. Él, como casi todos, había sido moldeado por la propia sociedad y ella era la responsable directa de que transgrediera mentes y violara pensamientos. Con acceso a esta información reservada, era previsible que prosperase. ¿Qué cómo se enriqueció?. Muy sencillo: le decía a la gente aquello que deseaba oír, conectando con las fibras más sensibles de su ego.

Horace pasó a ser el primer procesador de datos sobre dos piernas conocido -teniendo en cuenta el espectacular incremento de actividad cerebral- y, de paso, millonario. Agradeció mil veces haberse presentado a aquellas pruebas, de legalidad más que cuestionable, hasta que una mañana se miró como de costumbre en el espejo del lujoso cuarto de baño. Decidió explorar su propia mente; descubrir, exteriorizar sus anhelos reprimidos y ocultos. Pero únicamente oyó un silencio aterrador.

Ninguna voz.

Y comprendió que ser más que humano se pagaba a un precio terrible.



Claudio Landete Anaya
Mataró, España (año 1994)

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