- YO, PECADOR -



Francisco Garrido conocía el castigo por no hacer los deberes. Así que cuando el profesor expulsó al alumno de clase, el infante ya sabía dónde había de ir.

Las normas en el internado eran inquisitoriales. Y a cada falta detectada por los adultos le correspondía una pena. Aquella suerte de sentencias tenía el honor de ejecutarlas el hermano Cresenciano en un tétrico cuarto habilitado para tal cometido. Lo único que podía hacer el infante culpable era escoger el momento del día en que recibiría los golpes.

Por lo general el castigo siempre se postergaba al final de la jornada porque los niños dejaban extinguir las horas evitando enfrentarse al dolor que esperaba pacientemente. Así fue como Francisco dejó pasar el primer recreo sin jugar, lo mismo pasó a la hora de la comida en que no probó bocado o a la de la siesta que no pudo dormir. Al caer la tarde todos los internos que habían retrasado vanamente la cita con el hermano Cresenciano iniciaban una penosa procesión a su lúgubre santuario de dolor.

La Sala de Castigo, por tal nombre se conocía, era muy reducida. El sacerdote esperaba detrás de una austera mesa, sentado. A su lado estaba el «libro» la relación de los alumnos que habían incumplido sus obligaciones, junto con el número de golpes o azotes por recibir. Cuando Francisco se presentó, el religioso se caló unos deslucidos lentes y, después de buscarle en dicho libro, dijo sin contener cierta alegría malsana:

-Ocho. ¡Usted recibirá ocho!

El alumno extendió una mano, esperando recibir tal número de golpes en ella propinados por la recia regla de madera que guardaba el sacerdote en uno de los cajones. Sin embargo, el religioso comentó:

-¡No con la regla!¡Hoy será diferente!

Con ojos atónitos, Francisco Garrido, contempló como aquel despiadado ejecutor cogía una especie de instrumento antiguo que alguna vez había visto que servía para afilar las navajas de afeitar. Dicho artefacto era de gutapercha, una suerte de caucho negro que propinaba unos azotes descomunales, tanto que a los pocos golpes la piel ya quedaba insensible para soportar más dolor.

El primer azote ya hizo saltar lágrimas al niño. A la segunda sacudida el infante presentaba la cara congestionada por el sufrimiento.

-¡Pide perdón! -exigió el religioso y propinó un tercero.

Al otro lado de la puerta se escuchaban los murmullos de más niños que se arracimaban allí, como en las ventanas, esperando vislumbrar si el religioso doblegaría al niño. La gutapercha cortaba el aire, ululando de forma demoníaca antes de estrellarse contra Francisco Garrido.
-¡Pide perdón!¡Por el nombre de nuestro Señor!

El alumno se mordía los labios, pero ningún sonido salía de su boca.

-¡No quieres postrarte ante nuestro Padre Infinito!¡Pedirás perdón y alabarás su nombre! -El hermano Cresenciano bajó la mano del niño que había recibido los azotes hasta entonces, ya insensible a más tortura, y le cogió la otra. La gutapercha volvió a cortar el aire y, ahora ya sí, empezaron los gritos.

El primer grito fue breve: corto y grave, como una exhalación. Después, el infante ya se desmoronó. Y el sacerdote entró presa de un paroxismo de golpes que cayeron como lluvia torrencial. Fueron muchos más de ocho los azotes.

-¡Perdón, perdón!¡No volverá a repetirse! -dijo el infeliz, mientras cobijaba ambos brazos debajo de las axilas.

-¡Alaba el nombre del Señor! -pidió el hermano Cresenciano presa de una excitación sin límite, blandiendo amenazadora la gutapercha.

-¡No volverá a repetirse! ¡Lo juro! ¡En el nombre de nuestro Señor... Satanás!


Claudio Landete Anaya
Mataró, España (año 2000)

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